Fundamentación

Dolor, memoria, palabra y poder.

Si el nudo de la garganta encuentra la palabra,
desatará la vida.
Si la celda con dientes abre sus rejas,
vomitará el miedo.
Si mil susurros se liberan en un latido,
se convertirán en grito.


Dolor: Afectación del trauma a nivel individual y colectivo y la responsabilidad social.

Uno de los síntomas más significativos ante la vivencia de un trauma, el cual no ha sido integrado por quien lo padeció, es la imposibilidad de narrarlo. Esto es debido a la fuerte carga emocional que implicaría su verbalización, la cual haría revivir una situación que, aun al recordarla en tiempo pasado, se siente y duele en tiempo presente, al no disponer, o así percibirlo, de suficientes recursos para gestionar dicha remembranza. Se evidencia en un silencio una angustia inexpresable, no siendo simbolizada y careciendo de sentido.

En la magnitud y afectación del trauma se incluyen diversos factores, como la causalidad del evento, la personalidad previa de la víctima, los vínculos que se poseen, el apoyo o estigmatización tanto del círculo próximo como de la sociedad en general, de los efectos psicológicos y los recursos de elaboración del suceso, los modelos de identificación, la posibilidad de retraumatización, la posición política tomada, la actitud activa o pasiva del afrontamiento… así como a los cambios que estos sufren durante el presumiblemente largo y complejo proceso de elaboración.

Se observa pues una complejidad que requiere un trabajo terapéutico cuyo objetivo es el de restablecer la vinculación entre la víctima, su historia y la realidad. Al regenerarse esta conexión, le será posible, o más fácil, establecer vínculos también con los diferentes elementos y las distintas personas que componen su realidad, así como mejorar el autoconomiento personal hasta tejer una red social propia a través del empleo de sus propias herramientas y recursos, generando autonomía e independizándose, por nombrarlo así, del dolor de un evento pasado para ir construyendo un futuro en el presente.

Se trata de retomar el sentido de la vida, el cual se ve altamente afectado, así como la propia identidad de la persona, al ser éstos dos aspectos los que resultan dañados en el caso de ser una violencia inducida intencionalmente por otra persona, quedando afectado severamente en el plano tanto psíquico como corporal, a nivel individual como social.

La identidad se ve alterada en cuanto esta se constituye por la vinculación con uno mismo, materializada en el cuerpo, con quienes componen su red social y de la idea que se tiene de esta articulación. El percibir que la estabilidad de esa relación se ve en peligro o cuyo control pasa a manos de otro, el cual se percibe como autoridad, hace que aparezca esa pérdida de identidad. La cosificación que el victimario acomete es apropiada por la víctima, la cual tiende también a cosificarse como mera cicatriz viviente. Esta cosificación puede activarse a lo largo del tiempo como un mecanismo de defensa para evitar la alta exigencia que requiere la aceptación de los hechos traumáticos.

Y esto no es algo que afecte únicamente a nivel individual. La persona, como componente de la sociedad, establece una relación recíproca con el conjunto de sus iguales, especialmente si se trata de una sociedad conformada por numerosos individuos con una afectación similar por una violencia recibida por parte del gobierno.

Por un lado, encontramos cómo la persona se ve influenciada por el papel social. El hecho de que la sociedad no se pronuncie en contra de la violencia que se ha ejercido sobre alguno de sus integrantes hace que, de una manera sutil, se le excluya de ese conjunto. Si es un deber socialmente moral el defender lo que es considerado como propio y en lugar de asumir esa defensa se excluye a quien debería de ser defendido, se evade dicha responsabilidad, identificando a esa persona como “no propia”. Se le niega pues la participación en la sociedad en sí. Aparecen los cuestionamientos hacia su persona en tanto tratan de dar sentido al daño que como sociedad no quieren condenar con frases como el “por algo habrá sido” o “algo habrá hecho”. Justifican la violencia para justificarse a sí mismos. Y es que situaciones tan extremas y complejas exigen a la población un posicionamiento ético, situándose muchas veces del lado del victimario en la ambigüedad de la no condena y el no rechazo del daño, invisibilizando en cambio a un individuo, a un igual. Esto sucede por el miedo a ser castigado por el victimario al no secundar sus actos y porque es más cómodo y seguro estar del lado del poder que no cuestionarlo. Es decir, que se deviene un posicionamiento social no en base al modelo social deseado y la responsabilidad que de ello se tiene, sin un análisis crítico con una identidad colectiva como sujeto, sino desde posturas individualistas e individualizadas. En resumen, se construyen modelos sociales o colectivos desde percepciones individuales y no sociales o colectivas, como seria lógico.

Esta posición es altamente desventajosa para la víctima, la cual se encuentra no solo con una sociedad que niega su dolor, sino que le responsabiliza de él, en mayor o menor grado, produciéndose una revictimización: la víctima es a su vez su propio victimario, y en cambio, quien ejerce realmente dicha violencia, carece de responsabilidad alguna, ni como ejecutor ni como espectador de su violencia. Una de las consecuencias es que la realidad social (de mayor peso, menos cuestionable) se impone a la realidad de la víctima (más endeble y juzgada de subjetiva) y dificulta que la propia víctima integre el suceso que padeció y el dolor generado para a partir de ahí elaborarlo. Lo que ella niega como mecanismo de defensa ante la marginación o estigmatización social, la sociedad lo niega históricamente. Se le juzga como mentirosa, poseedora de un interés particular que le hace desvirtuar la realidad. Es entonces que se pone en duda su palabra, su elocuencia. Mencionaba antes cómo el trauma permanece por la incapacidad de la víctima de darle sentido. Si dicho sentido, si la responsabilidad del dolor es otorgada a la propia víctima, se genera un profundo sentimiento de culpa donde se puede revertir como odio hacia sí misma y afectando seriamente a la elaboración del hecho traumático. Sin darse cuenta, una sociedad reproduce el discurso oficial, lo respalda y lo individualiza. Lo que podría ser un mismo reclamo por el conjunto de víctimas unidas por un común sufrir, se atomiza e individualiza con el fin de invisibilizarlo. Nadie entonces puede ofrecer a la víctima (ni a la sociedad) la garantía de que el daño no se vuelva a repetir, de que no vuelva a sufrir por todo aquello de nuevo, acrecentando su miedo y sensación de vulnerabilidad. Todo ese miedo a ser excluidos, a ser negados, a ser silenciados, les hace optar por excluirse, negarse y silenciarse, una autocensura cuya responsabilidad estatal o social es más difícil de mostrar.

Si en el plano individual es afectada la identidad y la responsabilidad ¿Cómo recae la reciprocidad sobre la sociedad? ¿Cómo se verá afectada en su conjunto? ¿Qué influencia tendrá el pasado en el presente y el futuro? Es cuando aparece el papel de la memoria.


Memoria: Entre el derecho al olvido y la evocación reparadora.

Cuando hablamos de memoria hay una tendencia a relacionarla con el recuerdo, si bien la memoria se complementa de recuerdos y olvidos, de evocaciones y silencios, de emociones y vacíos. Se alimenta del pasado para dar sentido al presente y desde ahí ir vislumbrando el futuro, provocando un cambio en las conductas y percepciones, en las emociones y las relaciones sociales. La memoria es la herramienta que nos da la identidad, ya que la concepción que tenemos de las personas, de nosotros mismos, de lo que nos rodea, de la vida, es en base a nuestros recuerdos y la percepción que de ellos tenemos, así como del sentido de pertenencia que tenemos respecto a lo recordado. De ahí el miedo a la amnesia, tan temida en la cultura occidental. Es el miedo a olvidar quienes somos, cual ha sido nuestro recorrido vital y hacia donde lo dirigimos, con quién lo hemos compartido, y sobre todo el porqué, el sentido de todo aquello. El aprendizaje es así como se construye, a través de la integración de experiencias que ante otras a las que interpretamos como semejantes, las rescatamos, comparamos y analizamos para saber de qué manera actuar según nuestros objetivos. De hecho, cuanta más carga emocional tienen las experiencias y más de cerca se viven (siendo la vivencia autobiográfica la de mayor intensidad) mayor será la capacidad para recordarla, mayor será el tiempo en que se podrá rememorar. Es esa posibilidad de rememorar algo del propio pasado lo que sostiene la identidad, según Gillis (1994). Es a partir de esos recuerdos, aprendizajes, memorias e identidades con lo que pensamos, con lo que se construye la vida, necesitando un mínimo de coherencia y continuidad para hacer prevalecer el sentido, ya que sin ello ocurriría como con los sueños: visualizamos una serie de episodios con escenarios, personajes y acciones, conocidas o desconocidas, lógicas o no, y que precisamente por esa inestabilidad e irrealidad, por la falta de coherencia entre las piezas, no puede extraerse un conocimiento veraz. Es en esto en lo que algunos psicólogos se especializan, a pretender interpretarlos, a darles un sentido estricto más allá de lo que muestran.

Una de las maneras en que se obtiene ese reconocimiento de la verdad, de la realidad, es a partir de contextualizar los recuerdos en un marco histórico, cultural, familiar. Esa enmarcación no solo le daría un sentido de la realidad, sino un sentido de interpretación. Es a partir del encadenamiento de diferentes elementos de la realidad que la historia se reconstruye. Unos recuerdos detonan otros, inesperados y empujados a salir por la complejidad y los detalles que va adquiriendo el sentido de la historia. De pronto, la memoria individual se convierte en memoria social o colectiva, ya que ésta se compone de las memorias individuales que convergen en un mismo espacio y tiempo, con un mismo marco cultural compuesto por grupos sociales. Se hace pues una comparación de la propia historia con la del otro, se intercambian y contraponen percepciones y sentidos, se recrea un diálogo que extrapola el pasado al presente, volviendo a representarlo. Es esa interacción entre las dos memorias la que hace que se construya a su vez el marco cultural. En dicha interacción pueden participar quienes han vivido un suceso en primera persona, el cual puede haber influido determinantemente su propia identidad y la interpretación del marco cultural, así como quien tiene esa interpretación por herencia, a través de escuchar y poseer un conocimiento cultural compartido entre generaciones, apareciendo la subjetividad en ambos aspectos, tanto en el que surge junto al conocimiento directo por haber vivido la experiencia como con la neutralidad de quien no lo ha vivido y por lo tanto su conocimiento es indirecto.

De hecho, al igual que el recuerdo es transmisible, lo es también la identidad, la cual se basa en una serie de hitos históricos y parámetros a partir de los cuales uno se agrupa en torno a otros. Únicamente se requiere de un mínimo de coherencia en el relato, pudiendo encontrar idealizaciones o proyecciones, garantizando la continuidad de esa identidad colectiva a otras generaciones, la cual suele ser acompañada de una carga afectiva, ya que se rememora por una necesidad de compartir, de transmitir un saber.

Es en este punto donde se evidencia la dificultad o imposibilidad de recordar y compartir de quienes sufrieron un hecho traumatizante por la carencia de sentido en su experiencia, además de por la dificultad de verbalizarlo, de encontrar con quien compararlo y quien esté dispuesto a escucharles, y esto recae sobre la dificultad de incorporar la historia propia a su realidad, no pudiendo reparar el dolor que posee. Y ante esto, ¿sería el olvido una opción?

La memoria necesita del olvido, siendo éste necesario para la selección y descarte de pasajes a memorizar. Pero hay también otros tipos de olvido. El definitivo constituiría el que implica la eliminación de hechos y procesos del pasado, pudiendo abarcar pasajes completos y produciéndose un olvido masivo. Resulta paradójico que la comprobación de que este olvido se haya producido sea imposible, ya que la toma de consciencia de ello evidenciaría que no ha sido efectiva. De hecho, la efectividad de este olvido puede ser transitoria, ya que en el devenir del tiempo pueden surgir recuerdos que se presumían eliminados, apareciendo de nuevo ante estímulos del marco cultural, de una interacción personal, etc. Ese olvido permanente serían las huellas que el pasado inscribe en cada uno y que necesitan de su evocación, contextualización y sentido para convertirse en memoria.
Este proceso de olvido puede ser fomentado desde instancias externas con la intención de borrar pruebas o evidencias del pasado, con una intención política de evitar su recuperación en el futuro. Se promueve el olvido, el silencio, si bien no pueden obligar al olvido a los testigos y protagonistas de las vivencias. La única forma de hacerlo es a través de causar lesiones cerebrales o el exterminio físico, así como una política del miedo que castiga el testimonio, siendo por ello una de las políticas represoras de diferentes regímenes totalitarios en todo el mundo, tanto del pasado como actualmente, donde ante la imposibilidad de imponer el olvido, hay un castigo o eliminación del emisor por poseer una vivencia, un mensaje. En esta elaboración de la memoria oficial a través de la selección de recuerdos y promoción del olvido no solo son decisivas las medidas políticas y sus ejecutores (cuerpos de autoridad del gobierno, policía, ejército, paramilitares, jueces…) sino también toda persona que se implique en la narración y publicación histórica: periodistas, historiadores, investigadores, etc.

Otro tipo de olvido es el evasivo, habiendo una intención de convertir hechos concretos en inaccesibles para el recuerdo y así evitar el dolor que su remembranza genera, tanto en uno mismo como en quien lo recibe. Se trata, según Semprún (1997) de silenciar para seguir viviendo, de un intento de escapar del pasado para centrar la atención en el presente. Ese intento como tal es vano, ya que la intención del olvido favorece precisamente lo contrario. Se trata en realidad de un intento por ignorar el recuerdo, invisibilizarlo no transmitiéndolo, actuando como si no hubiera sucedido, mientras que los recuerdos como tal siguen latentes en la persona, esperando la oportunidad idónea para surgir. De hecho, existe la posibilidad de que produzca un efecto contrario con una amplificación de la memoria, ya que se genera una selección intencionada de recuerdos que, al rescatarlos,  posibilita que se desencadenen otros. Se trata de una lucha interna entre reprimir un posible dolor y ocultar un recuerdo que quiere salir para dejar de doler. Vemos aquí como la represión del mensaje traspasa la barrera de lo externo hasta lo interno, siendo ahora el agente represor la propia persona, si bien, eso sí, la intención es precisamente la contraria, la de evitar un daño que en verdad se está cometiendo pero con la misma sutilidad con la que el tiempo nos hace envejecer. Si bien, a pesar de lo escrito, la intención de olvidar es completamente respetable. Hay un derecho inalienable al olvido que debe ser comprendido, en tanto que la persona escoge mitigar o eliminar la intensidad del dolor evocado, no debiendo castigar esa postura, sino en todo caso facilitar la ruptura con ella y expresar la disponibilidad de acompañar en caso de que esto ocurra.

Se relaciona esto último con la idea del olvido liberador, aquel que pretende dejar de existir para liberar a quien lo porta. Se trata de un proceso de sanación o reparación, ya que finalmente el recuerdo encuentra ese momento en que evidenciarse y la persona se ve forzada a integrar ese pasaje como parte de su propia realidad, dejando de negarla como hasta entonces. Se convierte esa lucha interna por esconder en un proceso de asimilación y reparación, pudiendo utilizar la energía antes empleada en reprimir, en ocultar, en algo constructivo, en la elaboración de la propia historia pasada y también la presente y futura, consiguiendo mayor seguridad a la hora de tomar decisiones al saber que se tienen en cuenta y se obtiene el aprendizaje de todas las experiencias vividas. Y es ahí cuando cobra al menos un sentido, el de tener una validez de cara al futuro.

¿Cómo se convierten las huellas del pasado en memoria? ¿Cómo rescatar algo que ni si quiera se sabe que se posee? A través de la evocación, de la apertura e intencionalidad de recordar con un sentido reparador, que permita la fluidez y el desencadenamiento de diversos recuerdos.


Palabra: La herramienta para la materialización del sentido.

La memoria sin consciencia se percibe como un recuerdo ajeno, sin sentido útil para la vida o para la supervivencia, por lo que es incapaz de aliviar la ansiedad y el temor que se posee. La palabra es una manera de materializar ese recuerdo, es el material básico de la reconstrucción del pasado que tiene una importancia no solo a título individual, sino también a nivel social, político e histórico. El testimonio se convierte en un proceso de enfrentar la propia historia, de reconocer lo perdido, asumirlo y darle una temporalidad que discierne pasado y presente y que se relaciona con el ciclo de vida natural. Dicho ciclo, en ocasiones en los que la aproximación a la muerte ha sido muy cercana y/o repetitiva, el alejamiento en el tiempo de ese hecho se relaciona con el alejamiento a la muerte. Sucede de manera inversa a quien no haya padecido tal pasaje, que relaciona el acercamiento a la muerte con el paso del tiempo, con el envejecimiento. Se pasa de esconder escenarios de dolor aislados, a interconectar una serie de pasajes en un espacio y tiempo concretos. Respecto al sentido, hay una revalorización de éste que permite ser generado por la propia persona, habiendo una rebelión ante el sentido que las instituciones o la sociedad producen, pasando la víctima de ser un sujeto pasivo a un sujeto activo. Ese sentido suplanta a ese “porqué” que pretendía justificar la violencia sufrida, dando por hecho que hay una razón para padecerla y, por lo tanto, una responsabilidad en quien la recibe. La verdad pasa a ser algo subjetivo, no oficial, y no refutada en hechos o datos específicos, sino que existe en las múltiples y semejantes vivencias ahora liberadas. Es esa posibilidad de relatar su historia la que en muchas ocasiones ha alentado las ganas y el esfuerzo por sobrevivir. Esa coherencia y sentido permiten a la víctima reconocerse como tal y reencontrarse consigo misma para iniciar un proceso de reparación con la seguridad de partir de una realidad completada y veraz.

Obviamente, habrá un miedo inicial, no solo por la aparición de los recuerdos, sino por la manera en que lo harán. Saltarán del olvido a la consciencia con la misma fuerza con la que se contenían, temiendo no poder tener la suficiente fuerza para controlarlo. Como Juan Rulfo escribe en Pedro Páramo, “nunca quiso revivir ese recuerdo porque le traía otros, como si rompiera un costal repleto y luego quisiera contener el grano” que se precipita por el deseo de ser liberado. Además del miedo al proceso interno, aparecen otro tipo de miedos, antes nombrados.

El miedo a sufrir nuevas consecuencias políticas es uno de ellos. El testimoniar, como decíamos, implica rebelarse contra la memoria y la verdad oficial, la cual se pone en entredicho, más aún cuando estas voces se llegan a aunar y muestran claras similitudes unas entre otras, siendo ese dolor lo único que las une, y no un interés político o un espacio geográfico. Además, se contrarresta la intención que el poder tiene de silenciar y pasar página, así como de relativizarla o negarla, dando a los testimonios una categoría social de ser hechos veraces. Todo ello conlleva también a la pregunta de que, si es cierto lo que cuentan, ¿quiénes son entonces los responsables? Son entonces cuestionados lo mandamás, los nombres que siempre iban acompañados de las abreviaturas de elevados cargos en la justicia, el gobierno, el ejército, etc. Le acompaña a esto la estigmatización social que suele ser protagonizada por quienes, de una manera más expuesta o discreta, son partidarios de los responsables de la violencia ejercida bajo el argumento de “todo sea por la patria”, tildando a quienes se atreven a rememorar de presuntuosos, protagonísticos, oportunistas, mentirosos, interesados…, o lo que es peor, merecedores de lo que les ocurrió.

Otro temor al testimoniar es en referencia a quien escucha. La necesidad de contar puede caer en silencio si no se encuentra con quien compartirlo, si no hay quien muestre un interés específico o alguien que se muestre dispuesto a recibir un relato de sufrimiento y horror del cual se impregnará. Se teme afectar al vínculo que le une a esa persona por el hecho de compartirle algo tan delicado y comprometido, viéndose en el dilema de bien arriesgarse a perder a alguien dispuesto a escucharle al no contarlo y continuar con esa huella de silencio, o por otra parte, contarle y poder perder esa vinculación a cambio de liberar su pasado. Una dificultad añadida es la de la capacidad en sí de transmisión. Los hechos traumáticos alteran la línea de tiempo y es tal la intensidad de la vivencia sufrida que a veces no pueden darle un orden cronológico ni encontrar palabras para describir lo vivido, porque éstas no existen y porque para aproximarse posiblemente requieran de una capacidad artística y literaria que no poseen, generando en ellos frustración por no poder expresarse después de haber dado el difícil paso de decidirse a hacerlo.

Junto con la apertura del oyente, se requiere de una empatía que le ayudará a una mejor comprensión y a una actitud más respetuosa que ayudará a ambos a que el testimonio fluya de una manera adecuada y a evitar que se viva como una declaración impersonal o un riesgoso interrogatorio. El hecho de que el receptor se muestre parcial y con una posición conjunta a la de quien testimonia, ayudará a que éste último sienta, además de mayor confianza al no develarse con quien podría identificar como enemigo o ambiguo, una validación del relato y pierda el temor a ser juzgado por quien le escucha. Digamos que además del marco cultural se compartirá la perspectiva política y la interpretación que de ella se deriva.

Psicológicamente, este compartir debe ser tenido en cuenta desde ambas perspectivas. Quien da testimonio debe saber que si bien el testificar genera un síntoma de alivio y facilita un proceso de reparación, se debe hacer un trabajo específico y continuado. Por la parte de quien escucha, debe ser consciente de que su psique se verá afectada al ser testigo de ese tipo de relatos y se verá con una carga emocional mucho más grande de la que está habituado a soportar, requiriendo también un trabajo terapéutico que será imprescindible en caso de que sean recurrentes las veces en que sea receptor de historias traumáticas.

Si bien previamente nos hemos centrado en el plano individual y rescatando la relación entre memoria individual y colectiva y la dependencia entre sociedad e individuo, ahora nos centraremos en el plano social y político de la cuestión de la memoria y el relato.


Poder: Responsabilidad, justicia y no repetición.

La importancia y el mayor de los objetivos que pretende el relato público es el de evitar que se repita lo que a ellos les tocó vivir, de evitar ese sufrimiento a otros. Para ello ha de haber un reconocimiento social e institucional de lo que ocurrió, para ser definido y así conocer hasta dónde es capaz de llegar la inhumanidad (algo inimaginable si no se describe) y conocer los riesgos a los que se puede llegar al emprender y desarrollar ciertos procesos sociales y políticos y para que se evidencie también que para los responsables habrá unas consecuencias. Esto requiere de procesos judiciales en los que los identificados como responsables respondan ante esta institución y se expongan a tener condenas penales. El juicio pasaría a ser no solo institucional sino también social, ya que de manera oficial se está poniendo en duda aquello que parecía inequívoco y en beneficio de todos. El resultado es ciertamente relevante, ya que la no condena implica una validación de la violencia por parte del nuevo modelo político y su población, que lo respaldaría, continuando así con la invisibilización de las víctimas. Por otro lado, al recaer una condena sobre los responsables, a nivel social e institucional, habría un reconocimiento del dolor de las víctimas y los derechos que como tales poseen.

Los silencios sociales, generalmente a raíz de políticas del miedo que lo promueven, interrumpen la construcción de la memoria colectiva y producen vacíos prolongados que interrumpen la creación de la identidad social y nacional, favoreciendo así la división y la confrontación entre sus miembros, además de que esos vacíos suelen ser rellenados con discursos hegemónicos que validan el uso de la violencia por un bien percibido como superior, supremo, calando esto en las individuales y violentando las conductas y las rutinas de la población.


El trauma impide a la palabra emerger, con la cual se construye la memoria, que no puede ser transmitida y por lo tanto no necesita ser contextualizada en el análisis de un pasado. Esta cadena hace que el silencio acabe por no clarificar qué ocurrió en ese pasado, al cual se identifica con un modelo político. Se corre el riesgo de que, si bien cambie el modelo político (por ejemplo, de una dictadura militar a un gobierno democrático) las prácticas sean las mismas en ambos tipos de gobierno y no se visibilice esa involución, ese continuar de la violencia. Se pierde la posibilidad de asemejarlos, se pierde la posibilidad de extrapolar la experiencia del pasado con la actual y por lo tanto hay un riesgo potencial de que se repitan los errores del pasado. 

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